Iván Gallegos, un herrero con el que trabajé hace años en Cuenca, Ecuador, me explicó que cuando algunas herramientas están muy desgastadas hay que cortarles la parte dañada del filo para poder darles un nuevo acabado en el esmeril. Iván me dijo que si estos fragmentos cortados se ponen al rojo vivo y se enfrían en un vaso con agua, uno puede beberse la historia y la fuerza de la herramienta y utilizarla como remedio para cualquier tipo de problema.
Aunque fuera de Ecuador no he conocido más herreros que compartan esta creencia, leí que en los siglos XVI y XVII esta práctica era bastante popular, principalmente en España. En ese entonces se hablaba de forma genérica sobre “tomar el acero”, fuese o no realmente acero el metal en cuestión. Ingerir este remedio o ir directamente al campo y beber de una fuente natural de agua ferruginosa se recomendaba para contrarrestar el efecto nocivo de otra práctica igualmente peculiar: la de comer búcaros a mordiscos. Los búcaros eran pequeñas vasijas de barro provenientes sobretodo de Badajoz y Cáceres en España y Estremoz en Portugal, aunque los más preciados eran aquellos que llegaban de la provincia de Santiago de Tonalá en la Nueva España, actualmente en el estado de Jalisco en México.
En un principio esta actividad estaba reservada para las mujeres pudientes pero con el tiempo se popularizó. Se creía que la ingesta de estas vasijas tenía efectos embellecedores como la pérdida de peso y el aclaramiento de la piel, que en ese entonces ya era un signo de clase que diferenciaba a las personas que tenían que trabajar bajo el sol o aquellas que no tenían rasgos europeos. También se creía que comer búcaros tenía efectos anticonceptivos, e incluso se especula que eran alucinógenos y podían ser altamente adictivos.
Algunas versiones sostienen que estas supuestas propiedades embellecedoras de los búcaros provenían del engobe rojo que cubría el barro. De cierta forma, se podría decir que este canon de belleza se obtenía literalmente al comer la superficie decorada de objetos funcionales producidos en territorios colonizados, y que la fuerza se extraía de la energía consumida en los talleres de herrería. Lo cierto es que la sociedad de la época rápidamente erotizó ambas prácticas y le dio un doble sentido a “tomar y pasear el acero”, insinuando que estos paseos en el bosque, en busca de una fuente, podían ser aprovechados para consumar encuentros sexuales furtivos. En la literatura del Siglo de Oro aparecen muchas menciones de estas costumbres; un ejemplo es la comedia El acero de Madrid (1608) de Lope de Vega, que usa la bucarofagia y el agua de acero como telón de fondo para narrar un enredo amoroso.
Los dibujos de Chamarra negra, sudadera gris provienen de la descripción minuciosa escrita que hice de una escena en el bosque de Chapultepec en la Ciudad de México. Realicé veintidós dibujos en mi estudio leyendo cada vez este texto y nunca viendo la ilustración anterior. Cada dibujo equivale a veinte minutos de ese día en el bosque; el conjunto representa siete horas y media. En ese tiempo, en el que hay sutiles cambios de luz y de clima, aparece una pareja que durante tres horas intercambia gestos amorosos.